lunes, 13 de septiembre de 2021

Nunca te pares, autobiografía de Phil Knight, fundador de Nike

“Nunca te pares”, la autobiografía de Phil Knight, fundador de Nike, la marca deportiva más valiosa del mundo. Un relato contado en primera persona que, más que una autobiografía, en diferentes capítulos parece una novela de suspense en la que no sabemos cómo va a salir del último problema que se le presenta. Una entretenida historia muy recomendable.


Nota de la Editorial:

“Phil Knight, director general de Nike, nos cuenta por primera vez la auténtica historia detrás de la empresa que fundó en 1962, que hoy en día factura más de 30.000 millones de dólares al año, y cuyo logo ha llegado a ser un símbolo global, el icono más ubicuo y reconocido en todo el mundo.

Todo comenzó con 50 dólares y una idea sencilla: importar calzado deportivo económico y de gran calidad desde Japón. Vendiendo esas zapatillas de deporte en el maletero de su coche consiguió facturar 8.000 dólares durante el primer año. Progresivamente, este pequeño negocio se convirtió en una start-up rompedora que revolucionó el mercado, creó una marca universal e innovadora y evolucionó hasta convertirse en el gigante actual.

En estas memorias sinceras y viscerales, Phil Knight relata los numerosos riesgos asumidos, los reveses sufridos y los incipientes éxitos, pero sobre todo la relación con sus primeros colaboradores y empleados, un grupo de inconformistas y luchadores que acabaron sintiéndose como hermanos. Juntos, animados por la fuerza de un objetivo común y una fe profunda en el espíritu del deporte, construyeron una marca que transformó todos los cánones establecidos.”


Reseñas

«Estas memorias, por el co-fundador de Nike, es un recordatorio refrescante y honesto de lo que realmente es el camino hacia el éxito empresarial: desordenado, precario y lleno de errores. He coincidido con Knight varias veces en los últimos años. Él es muy agradable, pero también es tranquilo y difícil de conocer. Aquí Knight se abre de una manera que pocos CEOs están dispuestos a hacer. No creo que Knight se proponga enseñar nada al lector. En su lugar, logra algo mejor. Él cuenta su historia con la mayor honestidad posible. Es una historia increíble.»
Bill Gates

«Conozco a Phil Knight desde que era niño, pero en realidad no lo descubrí hasta que abrí este magnífico libro íntimo. Lo mismo me ha ocurrido con Nike. Había usado su material con orgullo, pero desconocía la admirable historia de innovación, superación y éxito que se escondía detrás del símbolo de esta marca. Sincera, entretenida y elegante, esta es una memoria para todos aquellos a quienes les guste el deporte, pero sobre todo para quienes adoran las memorias.»
Andre Agassi, autor del bestseller Open

«Nunca te pares es una magnífica historia sobre la suerte, el coraje, el aprendizaje y la alquimia mágica de un puñado de personajes excéntricos que se reunieron para crear Nike. Las lecciones que encontramos en este libro acerca de la emprendeduría y los obstáculos que vamos encontrando cuando queremos crear algo nuevo no tienen precio.»
Abraham Verghese, autor de Hijos del ancho mundo

«Una conmovedora y entretenida aventura, una auténtica odisea con mucho que enseñar sobre innovación y creatividad. Phil Knight nos lleva hasta los inicios de la marca Nike y recuerda cómo tuvo que suplicar para conseguir dinero de unos bancos muy reacios y cómo tuvieron que trabajar juntos para construir algo único y revolucionario. Una inspiración para quienes tengan sueños poco convencionales.»
Michael Spence, Premio Nobel de Economía





Unos fragmentos que me parecieron interesantes, por diferentes motivo, durante la lectura:


Jugar todo el tiempo en lugar de trabajar

Pero mi sueño siempre había sido convertirme en un atleta de élite. Por desgracia, el destino me hizo bueno, pero no extraordinario. A mis veinticuatro años me había resignado finalmente a ese hecho. En mi época de estudiante había corrido en pista en Oregón, y había destacado, al obtener distinciones en tres de un total de cuatro años. Pero ahí se acabó la historia. Ahora, mientras empezaba a tragarme un vigorizante kilómetro tras otro, a razón de seis minutos cada uno, mientras el sol naciente incendiaba las agujas más bajas de los pinos, me pregunté: «¿Y si hubiera algún modo de sentir lo mismo que los atletas sin necesidad de ser uno de ellos? ¿De jugar todo el tiempo, en lugar de trabajar? O bien de disfrutar tanto del trabajo que este llegue a convertirse en un juego».



Nunca te pares, no te detengas pase lo que pase

De modo que aquella mañana de 1962 me dije a mí mismo: «No importa que los demás piensen que tu idea es descabellada… tú sigue. No te detengas. No pares hasta que llegues a tu destino, y tampoco te preocupes por dónde se encuentre este. Pase lo que pase, no te detengas». Como si hubiera caído del cielo, ese fue el consejo precoz, profético y apremiante que conseguí darme a mí mismo, y que de algún modo he logrado seguir. Cincuenta años después, creo que es la mejor recomendación —tal vez la única— que cualquiera de nosotros debería dar jamás.



Un seminario sobre espíritu emprendedor

Fue durante una de las últimas asignaturas de la carrera, un seminario sobre espíritu emprendedor. Hice un trabajo de investigación sobre calzado, y este pasó de ser una tarea normal y corriente a convertirse en algo que me obsesionó sobremanera. Al ser corredor, sabía algo sobre zapatillas de atletismo. Por mi afición al mundo empresarial, sabía que las cámaras fotográficas japonesas habían irrumpido con fuerza en el mercado de la fotografía, antes dominado por los alemanes. Y en mi tesis argumentaba que podía suceder lo mismo con el sector de las zapatillas para correr. La idea me interesó, luego me inspiró y por último me cautivó. ¡Parecía algo tan obvio, tan simple, tan potencialmente tremendo…! Dediqué semanas y semanas a aquel trabajo. Me instalé en la biblioteca, y devoré todo cuanto encontré sobre importación y exportación, y acerca de cómo montar una empresa. Finalmente, como se requería, hice una exposición oral ante mis compañeros de clase, que por su parte reaccionaron con un formal aburrimiento. No me hicieron ni una sola pregunta. Acogieron mi pasión e intensidad con fatigosos suspiros y miradas perdidas. El profesor consideró que mi descabellada idea era buena: me puso un sobresaliente.



¿De dónde puede venir la inspiración?

Onitsuka también le contó que la inspiración para diseñar las peculiares suelas de las Tiger le vino comiendo sushi. Observando en su fuente de madera la parte inferior de una pata de pulpo, pensó que un tipo de ventosa similar podría funcionar bien en la suela de una zapatilla de corredor. Bowerman tomó nota, y aprendió que la inspiración puede venir de cosas cotidianas. Cosas que podrías estar comiendo. O encontrar tiradas por casa.



La importancia de la información del cliente

Algunos clientes ofrecían voluntariamente su opinión sobre las Tiger, de manera que Johnson empezó a recopilar todas aquellas valoraciones de clientes, utilizándolas para crear nuevos proyectos de diseño. Un hombre, por ejemplo, se quejaba de que no tenían suficiente amortiguación. Él quería correr el Maratón de Boston, pero no creía que aguantaran los cuarenta y dos kilómetros. Entonces Johnson contrató a un zapatero local para que insertara las suelas de goma de unas zapatillas de ducha en un par de Tiger. Et voilà! La zapatilla Frankenstein de Johnson tenía una futurista amortiguación de entresuela en toda su longitud (hoy esta es una característica estándar en todas las zapatillas de entrenamiento para corredores). La improvisada suela de Johnson era tan dinámica, tan suave, tan novedosa, que aquel año su cliente batió su mejor tiempo personal en Boston.



Sabiduría o Know How

Si Blue Ribbon se iba a pique, yo no tendría dinero y me quedaría en la ruina. Pero también habría adquirido un valioso saber que podría aplicar a mi próxima empresa. La sabiduría parecía un activo intangible, pero era un activo al fin y al cabo, y uno que justificaba el riesgo.



La cultura del aprendizaje basado en el error: fracasa pronto para poner en práctica lo aprendido

Montar mi propia empresa era lo único que hacía que todos los demás riesgos de la vida (el matrimonio, Las Vegas, la lucha con caimanes) parecieran cosas seguras. Pero mi esperanza era que cuando fracasara, si fracasaba, lo hiciera pronto, de modo que tuviera suficiente tiempo, suficientes años, para poner en práctica todas las lecciones tan duramente aprendidas. No era muy aficionado a fijarme objetivos, pero aquel objetivo no dejaba de cruzar por mi mente cada día, hasta que se convirtió en mi sonsonete interno: «Fracasa pronto».

«El miedo al fracaso», pensé, «nunca será nuestra perdición como empresa.» No es que creyéramos que no íbamos a fracasar; de hecho, estábamos seguros de que eso ocurriría. Pero teníamos fe en que sería rápido, aprenderíamos de ello y mejoraríamos.



FIFO, LIFO

—Bien, señores —empecé—. Ustedes compran tres chismes casi idénticos por uno, dos y tres dólares respectivamente. Luego venden uno de ellos por cinco dólares. ¿Cuál es el coste del que han vendido? ¿Y cuál el beneficio bruto de la venta?

Se alzaron varias manos. Por desgracia, ninguna de ellas era la de la señorita Parks, que había bajado la vista. Al parecer, era incluso más tímida que el profesor. Me vi obligado a dar la palabra al señor Trujillo, y luego al señor Peterson.

—De acuerdo —proseguí—. El señor Trujillo ha valorado su inventario siguiendo el método FIFO, y ha obtenido un beneficio bruto de cuatro dólares. El señor Peterson, en cambio, ha utilizado el método LIFO, y ha obtenido un beneficio bruto de dos dólares. Entonces… ¿quién ha hecho mejor negocio? 



Clases de contabilidad

Pronto empecé a machacar a mis alumnos con el principio básico de toda la contabilidad: activo igual a pasivo más patrimonio neto. «Esta ecuación fundamental siempre, siempre, debe estar equilibrada», les dije. «La contabilidad consiste en resolver problemas, y la mayoría de estos se reducen a algún tipo de desequilibrio en esta ecuación. Para resolverlos, pues, hay que equilibrarla», añadí. Me sentí algo hipócrita al decir eso, dado que mi empresa tenía una penosa ratio pasivo/patrimonio neto de noventa/diez.



Los problemas del tipo de cambio

Disponíamos de unas dos semanas para relajarnos y disfrutar de nuestra victoria. Entonces, alzamos la mirada y vimos una nueva amenaza acechando en el horizonte. El yen. Estaba fluctuando incontroladamente y, si seguía haciéndolo, causaría un desastre. Antes de 1972, el cambio yen-dólar se mantenía estable, no variaba. Un dólar valía siempre trescientos sesenta yenes y viceversa. Uno podía contar con ese tipo de cambio cada día del mismo modo que sabía que saldría el sol. Sin embargo, el presidente Nixon consideraba que el yen estaba devaluado. Temía que Estados Unidos estuviera «enviando todo su oro a Japón», así que liberó el yen, lo dejó ir, y ahora el tipo de cambio yen-dólar era como el tiempo, distinto cada día. En consecuencia, nadie que hiciese negocios en Japón podía trazar planes para el día siguiente. El director de Sony emitió una célebre protesta: «Es como jugar al golf y que tu hándicap cambie en cada hoyo». Al mismo tiempo, el coste de la mano de obra japonesa iba en aumento. Sumado a la fluctuación del yen, la vida estaba repleta de peligros para cualquier empresa cuya producción se hallara mayoritariamente en Japón. Ya no podía imaginarme un futuro en el que buena parte de nuestras zapatillas se fabricaran allí. Necesitábamos nuevas fábricas en otros países, y rápido. Para mí, el paso lógico era Taiwan. Las autoridades taiwanesas, que intuían el derrumbamiento de Japón, estaban movilizándose con rapidez para ocupar el vacío que se avecinaba. Estaban construyendo fábricas a todo trapo. Y, sin embargo, todavía no eran capaces de absorber nuestro volumen de trabajo. Por añadidura, su control de calidad era precario. Hasta que Taiwan estuviese preparado, debíamos encontrar un puente, algo que nos mantuviera a flote.



Sobre las dudas de si salir o no a bolsa

Nissho nos prestaba millones, y la relación parecía sólida, afianzada por la reciente crisis. «Los mejores socios que tendréis nunca.» Chuck Robinson estaba en lo cierto. Pero, para satisfacer la demanda, para seguir creciendo, necesitábamos varios millones más. El nuevo banco nos prestaba dinero, lo cual estaba bien, pero, al tratarse de una entidad pequeña, ya habíamos alcanzado su límite legal. En una de esas charlas con Woodell, Strasser y Hayes a lo largo de 1976, empezamos a hablar de la solución aritmética más lógica, que también era la más complicada emocionalmente. Salir a Bolsa. En cierto modo, eso tenía todo el sentido del mundo. Salir a Bolsa generaría toneladas de dinero en un abrir y cerrar de ojos. Pero también resultaría sumamente peligroso, porque, a menudo, significaba perder el control. Tal vez deberíamos trabajar para otro y de repente seríamos responsables ante los accionistas, centenares o tal vez miles de desconocidos, muchos de los cuales serían grandes empresas de inversión. De la noche a la mañana, salir a Bolsa podía convertirnos en aquello que detestábamos, aquello de lo que habíamos huido toda la vida.

...

Chuck estaba en Wall Street y disponible una vez más para atender consultas. Lo invité a que viniera a Oregón. Nunca olvidaré su primer día en nuestra oficina. Lo puse al corriente de los acontecimientos de los últimos años y le di las gracias por sus valiosos consejos sobre sociedades mercantiles japonesas. Luego le enseñé nuestro estado contable. Echó un vistazo y se desternilló de risa.

- Compositivamente sois una sociedad mercantil japonesa. ¡Un noventa por ciento de deuda!

- Lo sé.

- No podéis seguir así —advirtió.

- Bueno… Supongo que por eso estás aquí.

Como primera orden del día, lo invité a formar parte de nuestra junta directiva y, para mi sorpresa, aceptó. Luego le pedí su opinión sobre cotizar en Bolsa. Dijo que hacerlo no era una opción. Era una obligación. Debía resolver aquel problema de flujo de capital, afirmó, atacarlo, derribarlo o, de lo contrario, podía perder la empresa. Escuchar su valoración fue aterrador, pero necesario. Por primera vez consideré que cotizar en Bolsa era inevitable y me invadió la tristeza. Por supuesto, podíamos ganar mucho dinero. Pero hacernos ricos nunca había influido en mis decisiones, y a los buttface les importaba aún menos.









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